HOY AYER, COMO SIEMPRE

Tuve la ocasión de ir al estadio a ver jugar a mi equipo. Se jugaba la Copa. Gozaba de la compañía de dos "semiprimerizos" que estaban como un niño con zapatos nuevos. Así que decidí empaparme de su ímpetu y animar a mi equipo como si nada hubiera pasado, como si todo el cabreo que tenía dentro se transformara en un apoyo incondicional que ya había sido difícil de recuperar.

Ya en el metro, de camino al estadio, se comienzan a ver las primeras bufandas y camisetas. Al llegar al estadio, un lleno casi total que me daba muy buena espina: pese a todo, el público seguía con el equipo. Como yo. El partido comenzó bien, un gol arriba. Rápidamente el árbitro no pitó un posible, muy posible penalti, y anuló un gol que parecía legal. Entre ambas, un gol del rival que por primera vez en mucho tiempo, no mermaba mi ánimo. Sentía que, allá entre todos los nuevos aficionados que no tienen la opción de animar en liga, tenía que resurgir yo para levantar el ánimo de los jugadores. Llegó el descanso y la gente se mostraba ofuscada con el trío arbitral, pero no hay que echarle toda la culpa a ellos. Nuestro equipo pudo matar en la primera parte y no lo hizo.

En la segunda mitad llegaron las prisas. Y con ellas el ansia y el coraje que parecía perdido. El equipo le puso todo lo que tenía, de nuevo polémica -esta vez me tocó contarle a las dos filas de delante y a las dos filas de detrás por completo que el árbitro había acertado- y al todo o nada. Se luchó, en ocasiones se jugó bien, y sobretodo se murió con las botas puestas. Que es lo que faltaba en este equipo: cuando se iba perdiendo, se jugaba igual que cuando se empataba o se ganaba. El arreón final trajo consigo un buen número de ocasiones, pero ninguna se consiguió materializar. Terminó el partido y allá nos vimos todos: aplaudiendo al equipo pese a la eliminación. Hay esperanzas.


Y fue cuando me di cuenta de que cada vez nos parecemos más al vecino: protestamos, animamos pese a todo, sufrimos (mucho, mucho, mucho), y perdemos. De camino al metro comentaba con mi compañero de fátigas todos esos problemas de los que habíamos huído durante los 90 minutos: el presidente, el entrenador, ciertos jugadores...Todo el mundo nos miraba, quizás extrañados o quizás queriendo dar la razón a uno de los dos. Le comenté también a mi amigo que lo que ocurrió antes del final es obra de un conjunto de energúmenos. Un grupo de energúmenos que se decidó a tirar objetos al linier y al portero rival. "Energúmenos- le decía- porque la multa la pagarán de tú bolsillo y del mio, que somos los que pagamos el abono de toda la temporada. Energúmenos porque con eso sólo consiguen que se cierre el campo, y energúmenos porque con su comportamiento perdieron más tiempo todavía".


En el metro -lleno hasta la bandera- ya nadie hablaba de fútbol. Tal vez porque ni siquiera había espacio para que salieran las palabras. Se fueron bajando grupos de aficionados, bufanda al cuello y camiseta debajo del abrigo. Al llegar a la última parada, el trasbordo. Aquí se perdieron aún muchos más aficionados, pero al coger la otra línea de metro, vi que todavia quedaban algunos. Como mi destino estaba lejos, nuevamente vi como se iba vaciando el tren. Acá se bajan ese grupo de siete u ocho chavales que fueron al partido. Allá se bajan esos dos. Así hasta que, a dos paradas de la mia, un niño con la bufanda, la camiseta, y agarrado a su madre, terminaba su viaje. Entonces comprendí mi comportamiento de aquella noche, cuando llegué a mi parada, yo era el último madridista en abandonar el tren.